lunes, 25 de junio de 2007

El Perro

El Perro
A Bartolomé se le hizo nudo la garganta, y el pecho se le oprimió nada más de ver como el perro movía la cola en un afán de buscar un amo en quien depositar su fidelidad. En los ojos del animal descubrió que entre más años pasaran menos oportunidades de amar encontraría y la desconfianza sobre las personas que tenían relación con él se incrementaba.
Él era un joven desencantado porque sentía que la vida declinaba rápida y segura. Con las primeras arrugas en su rostro, veía en sí mismo a un individuo más viejo de lo que era, y creía tener dolores en músculos y coyunturas; pero sobre todo, las ilusiones y motivos perdían terreno en esta vida para continuar viviendo.
Por eso, cuando vio al perro mover la cola le dijo: ¿cómo te vienes a fijar en mi que no soy nadie? Le gustó eso del perro, no le rechazaba como tantas veces había ocurrido al tratar de conseguir novia, amigos. El animal ofrecía compañía sin reclamo alguno. Por eso agregó: ¿quieres ser mi perrito? ¿Sí? A seis cuadras está mi casa y si me sigues hasta allá, te adoptaré, te daré un baño y me haré cargo de ti, ¿sabes?, nunca he tenido responsabilidades más allá de las mías. Te daré de comer todos los días, pasearemos juntos por el parque y tendrás un espacio acogedor en el que podrás dormir sin fríos ni lluvias.
Se dio cuenta de cuanto podía ser fiel un perro a un amo cuando empezó a seguirle. Ambos cruzaron la calle, y Bartolomé supo que esta fidelidad era la más desinteresada que pudiera existir entre un ser y otro. Lo acariciaría unas cuantas veces y el perro, a cambio, velaría el sueño de su amo toda la vida que pudiera ofrecer.
Entonces recordó a la única novia que tuvo, a quien le había prometido fidelidad y velar por ella siempre. Esos seis meses que se vieron fueron un desperdicio, decía él. Le costó trabajo ahorrar para comprar el anillo de compromiso; y cuando pudo sacarlo de la joyería, se lo mostró para verle la sonrisa, ese brillo que hay en los ojos de las enamoradas; pero al verla seria, con la caja del anillo entre las manos y con la mirada ida, se le vino a la mente que pudiera estar enojada por el artilugio. Ella dijo que no le quería. Después de tanto discutir, de tanto insistir en continuar la relación, ella gritó: si estaba contigo era porque me sentía sola, no porque te quisiera.
El corazón se le volvió a apretujar al verlo cruzar otra calle al lado de él. Y se acordó como había pordioseros con tres o cuatro perros a la vez, quienes no pedían nada, más que ser ellos perros y los otros amos. Aún recordaba a su exnovia y le daba rabia, por eso veía en el animal una posible compañía para evadirla.
Se le ocurrió llamarlo Cilantro mientras lo veía orinar un árbol. Bartolomé siguió caminando y creía que el perro, en un descuido, daría la media vuelta; sin embargo, el animal volvió a seguirle, con una constate mirada hacia arriba, como pidiendo atención. Se preguntaba porque el perro lo escogió a él, si había más personas.
También se preguntaba por qué su mejor amiga lo había escogido a él para intimar, y por qué así nada más, se casó y no se volvieron a ver.
Ambos se contaban las vidas, conocían sus problemas y se toleraban. Nunca había intimado con alguien hasta el punto de contarse secretos que no saldrían más allá de la boca de alguno de los dos. Eso le llenaba de satisfacción.
Un día le dijo que le gustaba. Ella contestó que no quería dañarlo, pero se casaba con otro porque no lo conocía bien, y así podría hacerle creer que disfrutaba de su amor más allá de lo que en realidad era; y en cambio con él, con Bartolomé, no habría secretos. Se sintió traicionado.
Miró al Cilantro y se preguntó si lo traicionaría alguna vez. Después de lo de su mejor amiga, comprendió que toda relación con alguien tenía un fin, como todo en esta vida, afirmó con un golpe en la palma de la mano izquierda.
Faltaba poco para llegar y se preguntaba si al dar la vuelta el perro le seguiría. Bartolomé tropezó con una piedra y sintió como si tropezara con la vida; como si vivir fuera tan fácil, y peor si uno está solo. Y luego corrigió, también con compañía se sufre y se acordó de la presión que sus amigos ejercían sobre él para que ya se casase, a pesar de los problemas que ellos tenían a causa del matrimonio. Una vez, los amigos hicieron bulto en espera de que el novio aventara la liga; Bartolomé era el único soltero. Todos ellos estaban casados, y tenían problemas con su pareja; incluso el novio, quien más tarde, aún en el banquete de bodas, le dijo: mañana me veo con la otra y no sabe nada. Comprometidos o no, nunca estaremos contentos, dijo Bartolomé para sí mismo.
El Cilantro dio vuelta con él. Llegó a su casa y abrió la celosía. El animal se detuvo y Bartolomé lo tomó de las patas delanteras para que pasara. Lo dejó en el porche, y abrió la puerta donde vivía solo, sin que nadie lo esperase, sin que le tuvieran lista la cena o el café caliente, sintió como las compañías se iban, como los amigos se alejaban. Y veía los muebles sin que nadie los ensuciara, con la televisión apagada, todo apagado. Salió con una vasija con agua y se la dio a beber al perro, y mientras le acariciaba, le volvieron las imágenes de la novia que sólo quería estar con él porque se sentía sola, no porque le quisiera; de su mejor amiga por la que se sentía traicionado; de sus amigos y sus problemas, mañana me veo con la otra y no sabe nada; y cuando el perro hubo bebido el agua le dio una patada en el trasero y vio como iba asustado el Cilantro con la cola entre las patas.

La vi tan Transparente

La vi tan Transparente
Para Olaf
No la volví a ver, pero me imagino por qué. Estaba aburrido en casa y fui al centro comercial a dar la vuelta. Descubrí que era otoño porque las hojas colgaban del techo y había descuentos por fin de temporada. No había nada que me distrajera hasta que vi la tienda Vicios, y fue ahí donde la encontré, con el pelo azul y con un vestido de plástico transparente, se veía tan demacrada, blanca y delgada, anoréxica. La miraba fascinado. Como ahí trabajaba, quería esperarla, pero ella salió y me entregó una nota en la que decía te espero a la salida.
Ya está hecho, me dije, y seguí dando vueltas. Compré un café descafeinado y una rebanada de pay de manzana sin azúcar y seguí ensimismado en mi aburrición.
Al llegar la hora me acerqué a la tienda y estaba ahí, esperándome.
-¡Qué tal! -le dije.
-¡Creo que combinamos!
-Tal vez -agregué.
-¿Nos vamos?
¿-A dónde?
-Vamos a hacerlo. -contestó.
-OK
La vi tan transparente. Sacó un Benson mentolado y me ofreció. Tomé uno, encendí el de ella y luego el mío. La veía como fumaba, con ese aire de diva ensimismada en la vista exterior del auto, como preguntándose por qué existimos.
Al llegar a mi departamento, la invité a mi recámara, y sin decir nada, encendí otro cigarro y empecé a quemarle el vestido, le hice decenas de orificios y después desgarré lo que quedaba de él. Me invitó a abrazarla y la besé como nunca había besado a una mujer.
Ella me desnudó y preguntó:
-¿Safe sex?
-OK. Afirmé
Saqué del cajón del buró condones, papel plástico para envolver alimentos y lubricantes.
Nos tuvimos abrazados, con besos en cada parte de la piel. Me lamía los dedos de los pies y yo a ella. Me puse un condón y empezó a lamerlo. Y yo le puse una película de plástico sobre su sexo y también lo lamí.
Entre preludio, juegos y besos, creímos estar listos. Le puse gel en los muslos y me froté hasta venirme.
Ella se montó sobre mi espalda, en la región lumbar, y estuvo cabalgando hasta que tuvo su orgasmo.
Estuvimos en la cama buen rato viendo comerciales y ella preguntó:
-¿Cómo te llamas?
-Dime Arthur, ¿y tú?
-Nina
-¿Por qué? -pregunté después de una pausa.
-Son los tiempos y las circunstancias.
Me abrazó y yo le dije que quería volver a verla.
-¿Lo crees necesario?
-¿Tienes otra cosa que hacer?
-No.
Saqué de mi clóset una camiseta Adidas, y un Levi´s que le quedaron mejor a ella que a mi. Le tuve que obsequiar también un cinto porque los pantalones se le caían.
Le prometí que la vería al día siguiente.
Y así fue. A veces me pregunto que importancia tenía el hecho de volver a verla, pero no encontraba una respuesta, y me dije que la seguiría viendo hasta no tener otra cosa que hacer. Tal vez ella piense de la misma manera, no sé.
Ahora tenía una peluca rosa, camiseta blanca y un vestido de tirantes con florecitas.
La invité al Skizzo. En la disco, una música de la India con tecno invadía la pista, todo el mundo andaba en trance.
Bebimos vodka con licor de café. La pasábamos bailando, sin platicar, quise ensimismarme y salir de este mundo con la música, pero ella estuvo a punto de sufrir un desmayo.
-¿Te pasa algo? -pregunté
-Nada, creo que estoy ebria. -y apuró la copa semillena hasta el final, se soltó de mi, y empezó a girar, elevando los brazos a la esfera de espejos, como hacían los ancestros, supongo, al alabar al sol.
Evitamos acostarnos, pues al calor de las copas, la pasión es más fuerte que la razón. Ella no quiso que la llevara a su casa. Tomó un taxi, y sin sonreír se despidió con el movimiento de la palma de la mano.
Cuando el taxi se puso en marcha le grité que la vería al día siguiente, ella asintió, pero no la vi ya. No sé por qué, estaba aburrido, no tenía que hacer. Creo que me era indiferente. La última vez que fui a la tienda Vicios, antes de que la desaparecieran, como todo en la vida, pregunté por ella. Dijeron que ya no trabajaba por enfermedad.
No me extrañó la respuesta que dieron. Me imaginé que tal vez moriría muy pronto. Si existe un más allá, tal vez la vea y la salude.

La Taza

La Taza

¿Hasta dónde es posible mantener en algún rincón de la casa un objeto cuya función ya no cumple? Iñaki nunca creyó que su taza, que tanto quería, se quebrase después de brindarle servicio por más de tres años. Bebía café a diario, y siempre, las tres Marilyns Monroe sonriendo que adornaban la taza, al estilo de Andy Wharhol, le hacían la vida más alegre por las mañanas.
Nunca se cansó de esa imagen triplicada de la actriz; por eso, creía que una obra de arte era aquella de la que uno nunca se cansa. Y cuando reflexionaba sobre esta idea, le venía a la mente la Mona Lisa, Cien Años de Soledad y el Adagio en sol menos de Albinioni como fieles testimonios de la mencionada afirmación.
¿Quién se va a cansar de ver la eterna sonrisa que pintó Leonardo Da Vinci? ¿Cómo no se va a estremecer uno de solo recordar como Remedios la Bella se eleva al cielo? ¿Cómo no soltar una lágrima ante la belleza musical de los violines en el Adagio?
Por eso, no veía la manera de solucionar el problema que se le presentó, cuando al lavar la taza, como hacía siempre después de desayunar, se le resbaló de las manos y fue a caer al fondo de la tarja, quebrándose la asa y despostillándose parte de la orilla superior.
Las tres imágenes de Marylin permanecían intactas. Lo que no veía claro era si seguir bebiendo de la taza, con el consuelo de aquella respuesta que alguna vez diera Sócrates a un discípulo que quería burlarse de él al preguntar: ¿Qué hay más bello que lo bello? A lo cual contestó: las ruinas de esa belleza.
Tal respuesta influyó en Iñaki para apreciar las artes. Veía como el Partenón por sí mismo era bello, así como la Venus de Milo y las ruinas del Templo Mayor eran sinónimos de belleza. Ahora su taza se transformaba en algo más bello que aquella que tuvo algún tiempo.
¿Comprar una taza igual? Imposible. En los tres años que llevaba bebiendo café nunca encontró otra igual. Además, ya no sería la misma taza que le acompañó durante tanto tiempo, sino otra. Es como si en lugar de quedarse con la hermana gemela que a uno le gusta se queda con la otra. No es lo mismo.
Sin embargo, el problema que le embargó fue el siguiente: ¿debía conservarla y usar todos los días como si nada hubiera pasado? O por el contrario, debía meterla en la vitrina, junto a la vajilla de talavera para admirarla cada vez que quisiese?
Si la usaba corría el riesgo de que se volviera a quebrar, y si esto sucedía podía quedarse definitivamente sin siquiera una imagen de Marilyn, como pasó con las seis maravillas del mundo antiguo de las cuales no hay ni rastros.
Si la dejaba en la vitrina, lo que no le parecía, se volvería un objeto inútil, y cuando un objeto se vuelve inútil, lo más que se puede hacer es tirarlo a la basura. Claro que podría tener la utilidad de ser admirada por siempre desde la vitrina, pero Iñaki se hizo la siguiente suposición: si tuviera quince tazas que le gustaran mucho y se rompieran, no las iba a tener todas de adorno. ¿O quien sabe? Es como pensar que después de lo que pasó en la película La Guerra de los Roses, dónde los protagonistas año tras año coleccionaban figuras de porcelana en una casa que quedó perfecta, la redecorasen con las piezas hecha añicos.
Entonces Iñaki pensó que había mucho arte por el mundo que no es más que ruina; un arte que se conserva en museos, un arte al que se le dedica dinero para conservarlo.
Más tarde se preguntó: ¿hasta cuándo voy a cuidar de una taza rota? ¿Hasta cuándo se va a cuidar el arte en ruinas o no en ruinas? La respuesta que le dio su manera de pensar fue la siguiente: hasta que uno muera, para heredar el arte hasta que se acabe el mundo. Y cuando se acabe el mundo se acabará todo, y ya no habrá nadie para admirar una obra de arte, porque ya no habrá ni obras, ni arte, ni nada. Comprendió que lo físico se acaba, termina por deteriorarse con los años aunque traten de conservar pinturas como la última cena, la ciudad de Pompeya
Con esto dio por terminado el problema, y tiró la taza a la basura. Ahora, el consuelo que tiene es el recuerdo de una taza y de tres Marilyns sonrientes en su memoria, y bebe café en la taza de James Dean que le había regalado a su hermana.

El Cenicero

El Cenicero
Ahí estaba el mar, después de tantos años de no verlo. Se acercó a la orilla y le dijo no has cambiado nada, en cambio yo... Dio un largo trago a su cerveza y agregó no tienes que preocuparte por solucionar los problemas y pasarla bien. Volvió a tomar un trago y regresó con sus amigos quienes jugaban voleibol playero.
Tras acabarse la botella, la tiró en la arena, abrió otra y volvió a la orilla, pero en lugar de ver el mar, le dio la espalda, y a lo lejos miraba como jugaban tan bien el partido, vio como sus cuatro amigos se defendían uno del otro, los saques, los puntos, si parecían profesionales.
Al principio, le habían animado a que jugara con ellos, pero fue tajante en su decisión de no participar en la jugada; si sólo con verlos cómo habían caminado en busca de postes para amarrar la red que traían, cómo antes de llegar a la playa habían buscado como desesperados una gasolinera en una ciudad extraña para llenar de aire el balón, o cómo habían empezado a hacer ejercicios de calentamiento, sabía que no eran amateurs.
Dejó la botella media llena y semienterrada en la arena y se lanzó al mar a nadar un poco, y no dejaba de pensar que el mar y el cielo eran inmensos, intensos, inabarcables. A lo lejos veía los barcos y los veía débiles, dejados, como dicen por ahí, a la buena de Dios.
Vio una gaviota que se introdujo al mar, y como de él salía con un pez que se revolcaba por salvar su vida, quizás a sabiendas de que sería inútil, pensó él.
Ya en la orilla, tomó la cerveza medio caliente, le dio un trago, y mejor tiró el líquido en la arena húmeda. Volvió con sus amigos, se sentó en una silla de playa, abrió otra cerveza. Estaba viéndolos jugar ensimismado, cuando Germán le interrumpió:
-Me enciendes un cigarro, mira como tengo las manos llenas de arena.
Sacó una caja de Benson llena, la abrió y tomó dos cigarrillos, los encendió ambos a la vez. Le dio uno a Germán, quien le dio dos bocanadas.
-¿Me lo cuidas? -preguntó.
-OK -contestó.
Mientras fumaba con la derecha, con la izquierda sostenía el otro cigarro, y a ciertos intervalos, cuando la pelota quedaba fuera de la cancha y había que ir por ella, Germán regresaba por su cigarro hasta que se lo acabó. Así se encontraban sus amigos, venían y volvían por sus cervezas. Rafael le preguntó:
-¿Te diviertes?
-Reviento de alegría, mira, no sabes cómo me hacían falta estas vacaciones.
Leo, se había acabado su cerveza y buscó en la hielera, no había ya.
-Oye, no seas gacho, tráete más cerveza.
-OK -dijo, y aunque no estaba haciendo nada más que descansar, tomó la caja y se encargó de llenarla de botellas, luego las puso sobre su hombro derecho, miro donde se encontraba el depósito. Dio la última bocanada a su cigarro y lo lanzó a lo lejos.
-Ah, y te traes una botana -gritó Sergio.
Volteó, y afirmó con la cabeza. La arena de este lado era sucia, llena de basura y ramas secas; cómo en la misma arena existe variedad.
Compró lo necesario, y de regreso miró como las personas se acercaban para verlos jugar. Al llegar, había terminado el cuarto set. Abrieron otra tanda de cervezas, y volvieron a jugar.
Ya tenían admiradoras, quienes gritaban el de azul, el de verde, según el color del paliacate o traje de baño que usaran ellos. Se sentó de nuevo en la silla, y encendió otro cigarrillo. Germán y Rafael le pidieron otro, fumaron y se los encargaron. Ahora estaba con tres cigarros en sus manos viendo como jugaban y como piropeaban las chavas a sus amigos.
La cancha de arena estaba revuelta de tantos brincos, tanta energía. Y ellos brillaban de naranja, de ese sol, de ese calor que sólo la tarde enseña.
Hubo un momento en que no se pusieron de acuerdo en los puntos anotados y le pidieron a él que fuese el árbitro, pero como no sabía como se anotaba le dijeron que ellos le señalarían cuando era punto o no.
Ellos, los cuatro, se alternaban entre bocanadas y tragos, y ábreme una cerveza y otra por favor, y cuídame el cigarro, hasta que terminó el juego.
La tarde caía, ellos se tiraron sobre las sillas y apenas descansaron un momento, se metieron al mar para deshacerse de la arena y el sudor, y así cambiarse para ir a la ciudad a bailar en los centros nocturnos.
Ahí estaba una señora con una sombrilla, de espaldas al sol, con un cielo nacarado, con nubes aisladas retorcidas de luz, celeste y dorado; aunque la sombra cubría su rostro era interesante retratarla.
Cuando ellos se disponían a irse, lo miraron y Germán preguntó:
-¿Nos vamos?
-No se preocupen por mí, quiero ver el ocaso. Los veo en la disco. Yo me llevo los envases.
-Nos vemos, dijeron casi al unísono.
La playa estaba más tranquila. Miraba como el sol se introducía entre esa línea que divide al mar del cielo. Encendió un cigarro, le dio una bocanada, y luego exhaló, y suspiró.
Pero esta vez en lugar de tirar las cenizas en la arena, las puso sobre la palma de la mano hasta que se acabó el cigarro.
El cielo se volvió violáceo y triste, con destellos de morado obispo, como si la soledad llegara y el tiempo estuviera quieto. Como si la vida estuviera a punto de terminar. Las olas iban y venían. Pensó: podré irme de aquí y volver, pero habrá un día en que el mar vuelva y yo no.
Esperó a que el sol se ocultara y cuando esto sucedió, se levantó y fue a la orilla del mar a tirar las cenizas. Trataba de entender por qué sus amigos se divertían, mientras el se había pasado la tarde viéndolos jugar.

Descanso

Descanso

Sentado tranquilamente,
Sin hacer nada,
La primavera llega
Y la hierba crece
Por sí sola.
Haiku zen

No pasa nada, todo es presente. Ella está sentada en la playa. Yo la miro. No sé por qué. La contemplo, veo la textura de la piel semibronceada, la cara chiquita, los lentes que cubren sus ojos. La quiero. Las piernas largas y los pies delicados. Traje de baño negro de una sola pieza. El sol la acaricia, la arena la toca y el mar la baña. Toda ella es ella.
La gente camina, respira, se oculta bajo las palapas y bebe cocos con ginebra. Por la orilla de la playa camina un perro. La de amarillo lo vídeo graba.
Es verano y hace calor, la gente descansa y ve la bahía. El de rojo se mete a nadar, brinca, las olas lo arrastran, lo bañan, lo revuelcan.
Una pareja se besa y corre. Levanta arena, él la abraza y caen, se revuelcan. La pareja se besa y vuelve a correr.
Yo respiro y miro las montañas, llenas de palmeras, de casas blancas y techos de teja. Toda la bahía tiene montañas, muchas montañas, todas verdes, abundantes, le arrancan al cielo espacio. En el cielo celeste, azul celeste, vuelan gaviotas, cuervos y pelícanos.
Un vendedor ofrece pareos. Un vendedor ofrece máscaras de madera, diablos, ángeles, reyes y calaveras. Me oigo decir ¿viene mañana? Aquí me va a ver siempre, hasta que me muera, oigo al vendedor.
Ella descansa, cara chiquita, los lentes cubren sus ojos. La de amarillo vídeo graba las montañas. Un mesero me trae un coco con ginebra.
Lo sorbo. Percibo el sabor del agua de coco, del alcohol. Toco la textura rasposa del fondo del coco, veo el color verde de sus paredes exteriores, huelo ese ligero aroma del agua y el bouquet del licor, oigo el interior hueco del coco, el golpeteo de la bebida en las paredes interiores del fruto.
El de rojo sale del mar. Se oculta bajo una palmera. Toma una toalla azul y se seca. Extiende la toalla y se sienta, no hace nada, nada más mira, respira.
Un vendedor ofrece anillos de plata. Veo los anillos, las cruces, collares y cadenas. Me oigo decir no.
Un helado. Un helado de limón, de tequila, agua, aguanieve, limón, aguamiel, aguardiente, sal y limón. Tequila.
Ella descansa. Brilla su piel. Suda. La brisa, la brisa, el mar, el sol cae.
El perro se va. Se lo llevan en brazos. El de rojo recoge su toalla azul, la guarda. Agarra su mochila y desaparece. La pareja se va, camina a lo lejos.
En la playa hay un tranquilo bullicio. La arena está llena de huellas de pies, de sandalias.
La gente ve el ocaso.
Yo respiro, exhalo, respiro. Veo los rayos de luz, los menos desaparecen poco a poco. El cielo es naranja al fondo, azul añil el resto. Se oscurece.
Los camastros están solos, oscuros. Se serena el área, se respira.
La de amarillo vídeo graba los destellos de luz. Naranja. Brillante. Silencio. Ocaso. Sol. Ella. Ella. Ella.
No quiero saber que ya es hora, ¿hora de qué? Hora de volver a volver. Ella. Otra vez ella. Hora de ponerle fin, en fin. Al fin y al cabo estoy aquí, y en un futuro pensaré en el pasado.

Twittealo, Sigueme