lunes, 25 de junio de 2007

La Taza

La Taza

¿Hasta dónde es posible mantener en algún rincón de la casa un objeto cuya función ya no cumple? Iñaki nunca creyó que su taza, que tanto quería, se quebrase después de brindarle servicio por más de tres años. Bebía café a diario, y siempre, las tres Marilyns Monroe sonriendo que adornaban la taza, al estilo de Andy Wharhol, le hacían la vida más alegre por las mañanas.
Nunca se cansó de esa imagen triplicada de la actriz; por eso, creía que una obra de arte era aquella de la que uno nunca se cansa. Y cuando reflexionaba sobre esta idea, le venía a la mente la Mona Lisa, Cien Años de Soledad y el Adagio en sol menos de Albinioni como fieles testimonios de la mencionada afirmación.
¿Quién se va a cansar de ver la eterna sonrisa que pintó Leonardo Da Vinci? ¿Cómo no se va a estremecer uno de solo recordar como Remedios la Bella se eleva al cielo? ¿Cómo no soltar una lágrima ante la belleza musical de los violines en el Adagio?
Por eso, no veía la manera de solucionar el problema que se le presentó, cuando al lavar la taza, como hacía siempre después de desayunar, se le resbaló de las manos y fue a caer al fondo de la tarja, quebrándose la asa y despostillándose parte de la orilla superior.
Las tres imágenes de Marylin permanecían intactas. Lo que no veía claro era si seguir bebiendo de la taza, con el consuelo de aquella respuesta que alguna vez diera Sócrates a un discípulo que quería burlarse de él al preguntar: ¿Qué hay más bello que lo bello? A lo cual contestó: las ruinas de esa belleza.
Tal respuesta influyó en Iñaki para apreciar las artes. Veía como el Partenón por sí mismo era bello, así como la Venus de Milo y las ruinas del Templo Mayor eran sinónimos de belleza. Ahora su taza se transformaba en algo más bello que aquella que tuvo algún tiempo.
¿Comprar una taza igual? Imposible. En los tres años que llevaba bebiendo café nunca encontró otra igual. Además, ya no sería la misma taza que le acompañó durante tanto tiempo, sino otra. Es como si en lugar de quedarse con la hermana gemela que a uno le gusta se queda con la otra. No es lo mismo.
Sin embargo, el problema que le embargó fue el siguiente: ¿debía conservarla y usar todos los días como si nada hubiera pasado? O por el contrario, debía meterla en la vitrina, junto a la vajilla de talavera para admirarla cada vez que quisiese?
Si la usaba corría el riesgo de que se volviera a quebrar, y si esto sucedía podía quedarse definitivamente sin siquiera una imagen de Marilyn, como pasó con las seis maravillas del mundo antiguo de las cuales no hay ni rastros.
Si la dejaba en la vitrina, lo que no le parecía, se volvería un objeto inútil, y cuando un objeto se vuelve inútil, lo más que se puede hacer es tirarlo a la basura. Claro que podría tener la utilidad de ser admirada por siempre desde la vitrina, pero Iñaki se hizo la siguiente suposición: si tuviera quince tazas que le gustaran mucho y se rompieran, no las iba a tener todas de adorno. ¿O quien sabe? Es como pensar que después de lo que pasó en la película La Guerra de los Roses, dónde los protagonistas año tras año coleccionaban figuras de porcelana en una casa que quedó perfecta, la redecorasen con las piezas hecha añicos.
Entonces Iñaki pensó que había mucho arte por el mundo que no es más que ruina; un arte que se conserva en museos, un arte al que se le dedica dinero para conservarlo.
Más tarde se preguntó: ¿hasta cuándo voy a cuidar de una taza rota? ¿Hasta cuándo se va a cuidar el arte en ruinas o no en ruinas? La respuesta que le dio su manera de pensar fue la siguiente: hasta que uno muera, para heredar el arte hasta que se acabe el mundo. Y cuando se acabe el mundo se acabará todo, y ya no habrá nadie para admirar una obra de arte, porque ya no habrá ni obras, ni arte, ni nada. Comprendió que lo físico se acaba, termina por deteriorarse con los años aunque traten de conservar pinturas como la última cena, la ciudad de Pompeya
Con esto dio por terminado el problema, y tiró la taza a la basura. Ahora, el consuelo que tiene es el recuerdo de una taza y de tres Marilyns sonrientes en su memoria, y bebe café en la taza de James Dean que le había regalado a su hermana.

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