lunes, 17 de enero de 2011

La Rutina de Trinidad

Siempre que Trinidad terminaba de trabajar cuando se dirigía de su puesto de tacos a la casa, a escasas cuadras, reflexionaba que despúes del tanto trabajo de una rutina día tras día, se vería recompensada con un marido que la esperara, pero la realidad de la misma rutina le decía que, como siempre, su marido no estaría, y que después de esperarlo con café en mano en el antecomedor hasta más allá de las tres de la mañana, él, borracho y con los olores y colores de otra mujer, le diría, esta vez si va a ser la última vez que te engaño querida.
Con cuanta ilusión se casó. Nunca había imaginado otra vida como la soñaba de niña. Un novio formal con quien se comprometió, una modesta boda y una luna de miel en un hotel de la misma ciudad fueron de los pocos deseos que disfrutó. También los hijos, aquellos que siempre deseó con los nombres que desde niña le ponía a las muñecas. De ahí en adelante, la rutina tomó forma, la comida de todos los días, el lavar y planchar ropa, levantarse temprano para despertar a los niños, al marido.
Pero a eso no le tomó importancia hasta que empezó a preocuparse por el marido, que con la excusa de doblar turno, llegaba tarde a la casa. Esas noches vacías en que se sentía, precisamente vacía, las pasaba en pensar como era la vida, por qué era así y, llegó a creer que el marido podría serle infiel, ¿pero cómo? Y de inmediato se levantaba Trinidad de la cama y buscaba que hacer, remendar calcetines, limpiar la cocina, lo que fuese necesario para aminorar sus juicios, sus celos, las malas ideas que no merecía su marido, puesto que no había nada que le hiciese pensar así.
Sin embargo, un día en que las ideas negativas la asaltaron, se levantó de la silla en la que tomaba café, en la cocina, donde se hallaba para mantenerle caliente la cena, se fue a lavar ropa, y como no queriendo, como no deseando el desastre que se avecina, se sintió llagar directo al matadero donde descubrió manchas de lápiz labial en una camisa.
Miró esos labios, ese color, y se fue al peinador y sacó todos los coloretes que tenía y los probó uno a uno y fue besando la camisa; y haciendo comparaciones descubrió que ella no tenía ese color. Y antes de que regresara su marido, se serenó y estuvo frente al tallador lavando las manchas, despintando como si quisiera borrar esa herida en el alma, talle y talle hasta que las lágrimas acabaron por enjuagar esa camisa y así dejarla pura y blanca en el tendedero.
Trinidad no dijo nada cuando él regresó, trató de comportarse de la manera más normal, como siempre habían sido las noches en que lo esperaba, antes de que la desgracia rompiera esa rutina en la que ella se hallaba envuelta. Todo había cambiado.
Esa noche el marido tuvo ganas de ella, y con una especie de sollozo, se consoló con la idea de que él cambiaría y estuvo entregándosele como diciendo ya no busques más, porque aquí lo tienes todo.
Y se esmeró porque todo fuera perfecto, y parecía que las cosas eran así, pero no, nunca pensó que la rutina se volvería en contra de ella una vez más, más esmero en lo que hacía, en lo que todo era a fin de cuentas lo mismo, y más llegadas tarde por parte de él, y más camisas manchadas, otros perfumes, otros cabellos, y un aguantarse todo, un trago amargo tras otro.
De niña, el juego de los papás era sin amantes porque no se conocían esas historias. A ella le platicaban de reyes o de cigüeñas que, al ir creciendo, descubriría como falsos, pero nunca le platicaron de esas cosas que existían como infidelidad, partos, de vida monótona y aunque se negara a creerlo, sin chiste.
Un día explotó, y cuando el marido le pidió, como son las cosas, la camisa en que vio esas primeras manchas de labial, se la mostró sin lavar con otros colores, mira ten, por qué no la lavaste dijo él, por esto y le puso frente a los ojos esa mariposa rosa con la cual enmudeció. Tras unos segundos de silencio, recobró él la calma y dijo son tus labios.
La discusión fue igual, la misma que vendría siempre, una y otra vez, las mismas palabras cada vez que se presentaba ese pleito eterno, cruel y rutinario, lleno de fórmulas, oraciones preestablecidas como las que salían en las telenovelas, revistas y pláticas con las vecinas.
Después de los encuentros, y ya que saliera él de casa, como huyendo, se preguntaba cuál era el significado de la palabra fidelidad. La encontraba tan vacía y sin sentido, ¿ésto es lo que se habían jurado frente al altar? ¿La relación debía ser unilateral? Entonces la idea de ser fiel consigo misma le trajo vueltas y vueltas. Ella era fiel y él no. La rutina, la misma rutina, ¿por qué? Y quiso romper con ella y se dijo: pondré un puesto de tacos.
Todo iba bien, tranquilo, tenía en que entretenerse, era como el juego de las comiditas en la que todo era perfecto. Pero a medida que avanzaban los días, los años, ya no le gustó el juego, el marido seguía en las mismas, y si antes él aportaba algo a la casa, ahora era menos, ahora era más para sus desvelos. Se vio atrapada, porque lo que antes era una aportación más, ahora era una necesidad la de llevar el alimento, la educación de los hijos.
Y todo seguía igual, todo lo mismo, siempre igual, solo recordaba esos días en que soñaba que la vida era bonita, en que viviría un cuento de hadas como los que contaba su madre antes de que ella durmiera, uno de esos, de tantos finales felices en los que nunca supo que pasaría cuando el príncipe y la plebeya se casaran.
Y cuando llegó a su casa y no vio al marido supo lo que tendría que hacer, lo de siempre, esperar, discutir con él, escuchar que le dice ahora si mi vieja va a ser la última vez; y ella, ya no le quedaría nada, más que pensar tras después de la discusión, sentada junto con una taza de café en la cocina, que si el marido decía la verdad, ya que más daba, sería bueno eso, y si el marido volvía a mentir, que más daba que tener la esperanza, la pequeña esperanza de que ahora si cambiaría de verdad.

La Muerte del Abuelo Domingo

El abuelo Domingo se encontraba en el lecho de muerte, y pasó toda la noche platicando hasta que no hubo más que decir en el último minuto. Platicaba con sus nietos e hijos acerca de lo inútil que había sido su vida, por intentar descubrir la mejor manera de recibir la muerte.
Todo había comenzado el día en que murió la abuela. Agonizó durante muchos meses en intentos vanos por morir tranquila; esos arrebatos de dolor por la enfermedad, y de tristeza por ver a la familia angustiada, no la dejaron descansar. Desde que se dieron cuenta que la abuela tenía diabetes la vida se le iba paulatinamente. Primero llegaron las pastillas, después la insulina inyectada, más tarde las heridas en los pies que no sanaban, hasta la gangrena, la amputación de dedos y la inexorable muerte.
El abuelo vio día tras día esa muerte y no quería morir de la misma forma. Esa vez que vio el ataúd que bajaba lento, con puños de tierra y claveles sobre la caja, se comprometió consigo mismo buscarse una muerte tranquila. Carraspeó un poco y continuó en la plática.
Contaba los cambios que hizo a su vida para que no ocurriera lo mismo. Dejó las carnes rojas, las grasas, el azúcar y la sal. Y se mantenía en forma practicando boxeo y natación. A veces corría, y como se sentía ridículo al andar en bicicleta por la colonia, se compró una estacionaria. Pero no menos importante era la parte espiritual de su vida, y su tiempo libre lo dedicó a buscar la religión, ideología o ciencia que le satisficiera por completo.
Eso estuvo más complicado que la parte física y tardó tanto tiempo como tantos años había durado su vida. Ahí estaba lo inútil de los días que perdió en encontrar esa paz que buscaba.
Se detuvo en su plática, y después volvió a proseguir.
No sabía si aconsejar a la familia en seguir esa búsqueda, de aferrarse en las propias ideas que cada hijo y cada nieto tenía, o de plano dejar las cosas tal y como estaban. No, la vida es cabrona, dijo de manera clara y recia para que no quedara duda de lo que había dicho.
La vida del abuelo Domingo no tuvo nada de extraordinaria. Se casó, procreó hijos, y ahora ellos le daban nietos. Y aunque había hecho un parte aguas a partir de la muerte de la abuela, no hizo sino complicarse la vida, porque entre más buscaba más perdido se sentía. Leyó mucha literatura, consultó siquiatras, sacerdotes y gitanos. Entre las páginas de la Biblia, el Torá y el Corán se entretuvo, tanto que a veces olvidaba lo que quería encontrar.
Una vez intentó enredarse en los brazos de un nuevo amor. Y más tarde se dio cuenta que no eran más que los síntomas de la andropausia, una idea absurda, la de creer que aún se puede conquistar jovencitas cuando en realidad la decadencia le venía encima.
Comprendió que no estaba preparado para la vejez. Pasó tiempo reflexionando en ella y llegó a una idea segura, no quería ser un inútil y tener que depender de los demás. A sus nietos les decía "si se lo proponen pueden llegar a ser tan productivos como seguro lo serán el día de mañana. Hay que ser niños cuando haya que serlos, pero no permitan que de viejos les pongan pañales."
Si ya tenía algo de dinero ahorrado, redobló esfuerzos para su vejez, para que no le faltase nada; y ya con el tiempo, adquirió algunos relojes, encendedores aunque ya no fumaba, mancuernillas, dijes y cadenas.
A cada nieto le obsequió algo y le platicaba la historia de ese objeto como la réplica del encendedor zippo de 1932, o la hebilla de plata que le regaló un artista del cual no se escuchó mucho.
Ya en plena vejez y que se hubo retirado del trabajo empezó a hacer un recuento de los años, y aunque le asaltaban los temores, como el de no encontrar esa manera de morir o de estar en paz consigo mismo, la satisfacción de que no muy lejos se encontraba la muerte le hacía pensar en la resignación de que lo hecho hecho estaba.
Y se puso a pensar que su vida no la viviría del mismo modo en que lo hizo, no sabía porque, pero no estaba contento. La vida no es nunca como uno quiere, y es que por una parte tenemos nosotros la culpa, decía.
Imaginó que su vida era como la de una hormiga. Y les dijo, aunque no quería hacerlo, que esa hormiga se moriría después de trabajar tanto, ¿y para que? Para que más hormigas siguieran haciendo lo mismo; si fueran eternas o no, si hubiera vida en el más allá o no, si nunca se acabara el mundo todo seguiría igual.
De lo que si estaba seguro era que la muerte vendría y si realmente él pudiera formar un planeta la incluiría en él, siempre y cuando descubriera esa manera de morir.
Hubo un momento de silencio. El abuelo Domingo cerró los ojos y uno de sus hijos al ver esto se levantó de la silla y lo revisó. Volvió a abrir los ojos y comprendió algo que le pudiera servir para darle un final feliz, un sentido a su vida.
"¿Saben una cosa? -dijo-. Creo haber descubierto algo, no sufro, ustedes están tranquilos, nunca he sido un inútil, no me duele nada, pienso aún claro y no estoy solo. Es como cuando platicaba con su abuela, antes de que empezara el martirio de esa enfermedad; como cuando les contaba cuentos. Para mi tiene sentido, y es que les cuento mis dudas de la vida, mis recuerdos, lo que he hecho, y es que he vivido, para decirles que la mejor manera de recibir la muerte es platicando. Si, si platican en el lecho de muerte, no tienen necesidad de nada más."
Y en la reflexión de su vejez, pensaba que no moriría solo, y no sufría como le pasó a la abuela. Y siguió en su plática hasta que ya no pudo decir más en el último minuto.

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