viernes, 15 de junio de 2007

Amelia Meditativa

Amelia Meditativa

Amelia entra a la cocina y la mira de lado a lado. La contempla, medita. Se sienta en una silla que ella misma pintó, gracias a un curso que tomó de técnicas de pintura sobre madera. Ve todo limpio ve todo limpio y no quiere pensar. Se levanta y se dirige al especiero que ella misma hizo con las medidas que aparecían en una de esas revistas viejas que compra su esposo. Cierra ese frasquito de pimienta, aquel que utilizó para hacer el pie de pollo. Se vuelve a sentar y percibe el olor del hojaldre, la mantequilla, del pollo y el vino blanco.
De pronto, quiere llorar, no sabe que hacer, tiene coraje. Agarra el mantel que ella misma hizo y lo tira al suelo. Mira el mantel en el suelo y ve lo que ha hecho. Se arrepiente de su acto, lo levanta con cuidado, lo pone sobre la mesa, pero no para cubrirla. De la parte lateral derecha de la alacena abre una puerta hacia abajo y saca la plancha. Toma el mantel y ve las arrugas. Una a una. Una a una ve las arrugas y las plancha una a una. Rocía el mantel y pone la plancha sobre él. Ella no pone más atención que en el mismo acto de planchar. Un verdadero acto de meditación, de concentración pura. Se regocija en cada una de las arrugas, en el paso de la plancha sobre ellas, sobre el mantel. Cuando termina lo dobla con tal cuidado que pone toda su atención en ello. Lo guarda en la parte baja del sitio de planchado. Guarda la plancha y cierra la puerta.
Se vuelve a sentar en la misma silla y no piensa en nada. Sin embargo, al mirar la pared que contempla, descubre una mancha de tomate. Se queda perpleja y cree no saber que hacer al respecto.
Primero piensa en lo difícil que le costo encontrar ese color azul particular que ella quería, y en lo que batalló con el igualador de colores para que diera con el tono. Y luego se lamentó en haber pedido la cantidad suficiente que necesitaba. Se vuelve a levantar y toma del fregadero, jabón, y de debajo de él un cepillo de cerdas naturales.
Aplica un poco de jabón y empieza a tallar con movimientos circulares de izquierda a derecha, con una cadencia que parece que a penas toca la pared. Después de limpiar el área afectada, toma de debajo del fregadero un trapo y empieza a absorber la humedad. Afortunadamente, queda el área limpia y sin afectar el color, por algo había utilizado un jabón suave no abrasivo.
Contenta con lo que había hecho, decide prepararse una taza de café descafeinado con sabor a chocolate europeo, y una porción de pan de maíz dulce que tenía reservado para la merienda.
Piensa en su esposo y en sus hijos. Mario en el trabajo, y Lucy y Paquito en el colegio, y mientras más piensa en ellos, piensa en abrazarlos y comérselos a besos, para después destrozarlos, quebrarles los huesos uno a uno y luego dárselos a Patriarca, el perro de la familia, y después de que se los haya tragado, agarrar a Patriarca a patadas y picarle los ojos con los tacones de aguja, mientras ella está vestida con un costoso vestido negro y en una mano una copa flauta con champaña, riendo a carcajadas.
El café está listo, toma la jarra y se sirve en una taza de porcelana china. Huele el aroma del café. Cierra los ojos y se deja ir por el sabor.
Se imagina en los cafetales, viendo los frutos colgando aún de las ramas, caminando con los pies descalzos por la tierra fresca, el sol dando a pleno día, para luego girar alrededor de ella y ver todo el verdor de las montañas, tal vez Colombia, tal vez Kenya o Brasil, y luego introducirse en la producción, en el lavado, el seleccionado, para terminar en el tueste del grano y la distribución.
Toma con el tenedor un pedazo de pan de maíz y lo muerde. Saborea la textura, el maíz resquebrajado, y la leche, el dulce sabor que le da la miel, y ese toque de clavo y pimienta gorda. Ahora se transporta a los maizales, se los figura amarillos, con todo y espantapájaros, con cuervos en los brazos de paja. Decide ir hacia él y bajarlo para bailar, y luego darle un beso y tirarse con él en la tierra y revolcarse y así engañar a su marido, y para cuando haya terminado, Sacar un cerillo encendido y regalárselo al espantapájaros, del manera que lo viera correr con fuego para quemar todos los maizales, y ella salir corriendo del lugar.
Acaba con su café y recoge las migajas de pan. Toma un poco de jabón líquido y le vierte agua. Introduce una esponja vegetal y empieza a limpiar la taza. Primero por dentro y luego por fuera. Y luego sigue con el plato de la taza, y luego el plato pastelero y termina con la cucharita y el tenedor.
Todo ello manejado con una precisión y con un olvido del mundo, que éste podría acabarse; no así la concentración y hasta placer contemplativo en el simple hecho de limpiar los trastes. Deja los platos en el escurridor para después guardar en sus respectivos lugares.
Esta vez no se sienta. Se sube a la silla y se detiene un momento a contemplar la cocina desde esa perspectiva; ahora es diferente, aunque es la misma cocina.
Ahora se sube a la mesa y practica meditación en movimiento. No piensa en nada, solo medita. Pone atención a cada uno de los cincuenta y ocho movimientos básicos, uno a uno, uno a uno hasta terminar.
Se reincorpora, baja a la silla y luego al suelo. Limpia la mesa y luego la silla. Saca el mantel que había guardado y lo coloca sobre la mesa.
Se levanta Amelia de la silla. Ha sonado la alarma del horno que le indica que el pie de pollo está listo. Lo saca y lo coloca sobre un salvamanteles, y mientras se enfría, piensa en que tendrá que recoger a sus hijos al colegio y esperar un momento a Mario para empezar a comer. Y después de que se haya ido su marido de nuevo al trabajo, y después de haber llevado a Lucy a clases de ballet y a Paquito a natación, ella volvería a la cocina y volvería a realizar el ritual de limpieza, y pensar en la cena, y en las compras y pagos del día siguiente. A ver si en uno de estos días no acaba todo esto por volverse realidad.

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