lunes, 17 de enero de 2011

La Muerte del Abuelo Domingo

El abuelo Domingo se encontraba en el lecho de muerte, y pasó toda la noche platicando hasta que no hubo más que decir en el último minuto. Platicaba con sus nietos e hijos acerca de lo inútil que había sido su vida, por intentar descubrir la mejor manera de recibir la muerte.
Todo había comenzado el día en que murió la abuela. Agonizó durante muchos meses en intentos vanos por morir tranquila; esos arrebatos de dolor por la enfermedad, y de tristeza por ver a la familia angustiada, no la dejaron descansar. Desde que se dieron cuenta que la abuela tenía diabetes la vida se le iba paulatinamente. Primero llegaron las pastillas, después la insulina inyectada, más tarde las heridas en los pies que no sanaban, hasta la gangrena, la amputación de dedos y la inexorable muerte.
El abuelo vio día tras día esa muerte y no quería morir de la misma forma. Esa vez que vio el ataúd que bajaba lento, con puños de tierra y claveles sobre la caja, se comprometió consigo mismo buscarse una muerte tranquila. Carraspeó un poco y continuó en la plática.
Contaba los cambios que hizo a su vida para que no ocurriera lo mismo. Dejó las carnes rojas, las grasas, el azúcar y la sal. Y se mantenía en forma practicando boxeo y natación. A veces corría, y como se sentía ridículo al andar en bicicleta por la colonia, se compró una estacionaria. Pero no menos importante era la parte espiritual de su vida, y su tiempo libre lo dedicó a buscar la religión, ideología o ciencia que le satisficiera por completo.
Eso estuvo más complicado que la parte física y tardó tanto tiempo como tantos años había durado su vida. Ahí estaba lo inútil de los días que perdió en encontrar esa paz que buscaba.
Se detuvo en su plática, y después volvió a proseguir.
No sabía si aconsejar a la familia en seguir esa búsqueda, de aferrarse en las propias ideas que cada hijo y cada nieto tenía, o de plano dejar las cosas tal y como estaban. No, la vida es cabrona, dijo de manera clara y recia para que no quedara duda de lo que había dicho.
La vida del abuelo Domingo no tuvo nada de extraordinaria. Se casó, procreó hijos, y ahora ellos le daban nietos. Y aunque había hecho un parte aguas a partir de la muerte de la abuela, no hizo sino complicarse la vida, porque entre más buscaba más perdido se sentía. Leyó mucha literatura, consultó siquiatras, sacerdotes y gitanos. Entre las páginas de la Biblia, el Torá y el Corán se entretuvo, tanto que a veces olvidaba lo que quería encontrar.
Una vez intentó enredarse en los brazos de un nuevo amor. Y más tarde se dio cuenta que no eran más que los síntomas de la andropausia, una idea absurda, la de creer que aún se puede conquistar jovencitas cuando en realidad la decadencia le venía encima.
Comprendió que no estaba preparado para la vejez. Pasó tiempo reflexionando en ella y llegó a una idea segura, no quería ser un inútil y tener que depender de los demás. A sus nietos les decía "si se lo proponen pueden llegar a ser tan productivos como seguro lo serán el día de mañana. Hay que ser niños cuando haya que serlos, pero no permitan que de viejos les pongan pañales."
Si ya tenía algo de dinero ahorrado, redobló esfuerzos para su vejez, para que no le faltase nada; y ya con el tiempo, adquirió algunos relojes, encendedores aunque ya no fumaba, mancuernillas, dijes y cadenas.
A cada nieto le obsequió algo y le platicaba la historia de ese objeto como la réplica del encendedor zippo de 1932, o la hebilla de plata que le regaló un artista del cual no se escuchó mucho.
Ya en plena vejez y que se hubo retirado del trabajo empezó a hacer un recuento de los años, y aunque le asaltaban los temores, como el de no encontrar esa manera de morir o de estar en paz consigo mismo, la satisfacción de que no muy lejos se encontraba la muerte le hacía pensar en la resignación de que lo hecho hecho estaba.
Y se puso a pensar que su vida no la viviría del mismo modo en que lo hizo, no sabía porque, pero no estaba contento. La vida no es nunca como uno quiere, y es que por una parte tenemos nosotros la culpa, decía.
Imaginó que su vida era como la de una hormiga. Y les dijo, aunque no quería hacerlo, que esa hormiga se moriría después de trabajar tanto, ¿y para que? Para que más hormigas siguieran haciendo lo mismo; si fueran eternas o no, si hubiera vida en el más allá o no, si nunca se acabara el mundo todo seguiría igual.
De lo que si estaba seguro era que la muerte vendría y si realmente él pudiera formar un planeta la incluiría en él, siempre y cuando descubriera esa manera de morir.
Hubo un momento de silencio. El abuelo Domingo cerró los ojos y uno de sus hijos al ver esto se levantó de la silla y lo revisó. Volvió a abrir los ojos y comprendió algo que le pudiera servir para darle un final feliz, un sentido a su vida.
"¿Saben una cosa? -dijo-. Creo haber descubierto algo, no sufro, ustedes están tranquilos, nunca he sido un inútil, no me duele nada, pienso aún claro y no estoy solo. Es como cuando platicaba con su abuela, antes de que empezara el martirio de esa enfermedad; como cuando les contaba cuentos. Para mi tiene sentido, y es que les cuento mis dudas de la vida, mis recuerdos, lo que he hecho, y es que he vivido, para decirles que la mejor manera de recibir la muerte es platicando. Si, si platican en el lecho de muerte, no tienen necesidad de nada más."
Y en la reflexión de su vejez, pensaba que no moriría solo, y no sufría como le pasó a la abuela. Y siguió en su plática hasta que ya no pudo decir más en el último minuto.

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