Las Facciones de Perfil
¡Qué fila más larga! En San Antonio te lo conté, ¿te
acuerdas? Al terminar no dijiste nada, y
no supe si tú en realidad eras aquél.
Era verano cuando te vi
por primera vez. Tú apareciste un día en
medio de la calle; estabas sentado en una silla vieja, frente a un escritorio
que daba lástima. Leías un libro, no sé
si era Los Luisiadas o algún otro, de esos con cara de abolengo. Ahí estaban tu máquina de escribir y tus
hojas bajo el pisapapeles, y tú con un puro habanero en plena zona roja, en la
banqueta bajo un árbol. Eran las siete
de la mañana cuando pasé. Ahí estabas
tú, con el libro, con anteojos de sol, y con tu habano; por que es habano lo
que fumas, ¿verdad?
Y yo me preguntaba, ¿qué
hacías ahí entre los puesteros? ¿Cartas
para la gente analfabeta? Sí, el letrero
al lado del escritorio decía se hacen cartas a máquina.
Me quedé observándote un
rato; me dije es él, es decir tú. Aunque
en realidad no me lo dijiste, y aunque en realidad no sé si eras aquél. Te lo conté en San Antonio, ¿te acuerdas?
Leías en medio de la
calle, sin inhibiciones. Me gustó tu
traje de lino azul marino, tu corbata de flores y tus zapatos bostonianos. De pronto, dejaste la lectura y me miraste,
así como cuando ves a un personaje salido de un libro, o a una persona, la cual
después de muchos años encontraste para algo que te urgía en ese momento. No nos dimos cuenta de que te miraba, de que
me mirabas, hasta tiempo después.
Supe que me había quedado
atónito cuando te quitaste los lentes; al ver tus ojos no lo podía creer, ¿eras
tú, Carlos? Esta pregunta te la hice en
San Antonio, y también te la hago ahora.
¿Por qué me dejaste sin respuesta?
¿Lo vas a hacer ahora otra vez?
Contesta cuando termine, ¿sí?
Ahora no puedo parar.
Bueno, no paraba en mi
asombro, esa gran frente, los ojos y la boca, y el bigote exactamente
iguales. No parabas tu vista de mí; creí
ser el protagonista de tú próxima novela.
Seguí mi camino y me dije a mis adentros es él. Recordaba las facciones de la cara, sus entradas
ese cabello.
Di vuelta a la cuadra y
llegué al restaurante que administro durante medio turno. Toda la mañana la pasé piense y piense en
ti. Recordaba los libros donde aparece
tu fotografía. Y así estuve hasta las
once de la mañana. De regreso a casa,
decidí ir a verte; ya no había nada, ni nadie, ni tú. Sólo había una paloma placera comiendo unas
migajas de pan, donde a las siete de la mañana hubo un escritorio, una silla,
una máquina de escribir. Estaba desconcertado.
Llegué a casa y revisé los
libros donde aparece tu imagen. Sí, eras
él, tú, ¿Te acuerdas? Y todo el día
pensaba en las razones que tendrías para estar ahí. Me dije tal vez va a hacer una nueva
novela. Hasta hace poco presentaste la
última en una entrevista que te hizo Jacobo en tu casa de Inglaterra. Era 1992, México dividido en dos partes, el
PAN había ganado; los estadounidenses nos tenían hasta el cuello. Se celebraba el quinto centenario del descubrimiento
de América. De eso trata tu novela,
¿verdad que sí? Y mira que tiempos los
de ahora. ¡Qué larga fila, no avanza
nada!
Al día siguiente, a las mismas
siete de la mañana llegué a donde mismo.
Seguías en la lectura de ese libro y fumabas tan temprano. Usabas aquella vez saco y pantalón color miel,
de buen corte, una camisa muy blanca y corbata con motivos pasley.
Ahí, tan soberbio te
encontrabas, con el contraste del paisaje y tu escritorio. Esa actitud se ve en tus novelas, y la vi en
tus ojos; sin embargo, cuando me mirabas, nunca imaginé ese cambio tan radical,
una humildad para ver y ponerme atención, ¿qué tenía? ¿Qué tenía, Carlos? ¿Recuerdas?
Estaba perturbado, estaba
parado sin haberme dado cuenta, y empecé a caminar. Al dar la vuelta a la esquina, observé para
atrás y aún estabas con esa mirada.
Recordé ese momento sentado
frente a la caja registradora. Me
propuse preguntarte si eras aquel escritor de tantas novelas y cuentos, al
estar así, me molestó la luz de ese gran marquis blanco frente a la puerta del
restaurante; era el reflejo de esa luz matinal que molesta, pero que también
agrada.
Los cocineros, los meseros y
yo nos preguntábamos de quién sería ese auto tan bonito. ¿Será de la dueña de los vestidos de
Sabinas? ¿Del ferretero? No, no lo habíamos visto antes. Tal vez era de algún cliente de la cantina, a
la que van famosas personas, como políticos, bueno, con cara de políticos. Pasé un momento a la parte trasera del
restaurante, y cuando regresé, esa luz se había ido. No vimos al dueño del automóvil.
Era sábado, día de mucha
clientela y mucho trabajo. Me puse un
delantal para ayudar a mis trabajadores.
Recuerdo que trabajé rápido esa vez, pude atender muy bien a los
clientes; así estuve hasta terminar mi medio turno, hice corte de caja y
salí. Pasé a la revistería a comprar un
chocolate. Al dar la vuelta ya no
estabas, pero el escritorio y la silla los vi encargados a un cerrajero de
Colegio Civil, donde trabajabas, o dizque trabajabas, porque de todas las veces
que te vi ahí, nunca hiciste una carta.
Era muy temprano, y no creo que a alguna persona le pudiera interesar
hacer una carta entre las primeras horas del día, y en tal lugar. No veía la razón de eso. Sólo sabía que el espacio era bueno para la
ambientación de una novela o cuento.
Se ven los borrachos todavía
con la botella en la mano. También,
están las prostitutas con cara de ya no lo voy a volver a hacer que suben en el
camión; o algunos dormidos en el suelo
con las bolsas del pantalón afuera, y sin cinto y zapatos, sorprendidos por el
día y por los ladrones; tan tranquilos, como muertos si es que no los habían
matado. O los trabajadores de por ahí,
de esos que vienen de la Topo Chico o Aztlán a trabajar en los puestos, o a
tomar otro camión para ir a las colonias del sur. O las madres presurosas con
sus hijas, quienes recorren por Reforma todas las tiendas de vestidos de novias
porque se les casan. ¿Cómo, otra vez por
aquí, otro vestido de quinceaños? No,
ahora uno de novia, porque urge que se case la señorita.
Y llegué a mi casa con estas
divagaciones, y encendí la televisión. Me enteré de que hace una semana habías
llegado a México, y tomabas una vacaciones antes de iniciar tu gira promocional
por toda la república.
El domingo, igual estabas
ahí. Ahora con guayabera blanca, daba
tanta luz a todo tu alrededor; tan fresco que te encontrabas, en medio de ese
calor de la mañana de la ciudad. A lo
lejos, me quedé quince minutos, observando tu postura, la forma en que leías,
tus piernas cruzadas. Vi que era
observado: eras tú que de reojo mirabas la cafetería de enfrente, donde me
había ocultado. Eso si te lo conté la
otra vez, ¿Verdad? ¡Cómo camina tan
despacio la fila!
Salí de la cafetería
sorprendido, ahuyentado. No tuve la
suficiente fuerza para dirigirme a ti, y preguntar si aquél eras tú. Por eso estoy aquí, contándolo todo, con más
detalles que cuando te lo relaté en San Antonio
La semana pasó, y tú ahí. Mientras miraba ese gran marquis blanco
pensaba en ti, ¿por qué estabas a la
vuelta de mi restaurante? ¿Dónde comías? ¿En que hotel estabas? ¿Cómo sería la novela que escribías? Así estaba, hasta que el cocinero me dijo que
ya me comprara un auto, porque me lo iba a comer de tanto verlo. Poco después, uno de los meseros me dijo ¡Qué
padre sería subirse a un auto de esos con una suspensión de nave espacial! Le pregunté al otro mesero que quién era el
dueño del auto, no supo; nadie sabía.
El último día que te vi
aquella vez, estaba desvelado. Pensé en
ti toda la noche. Me dije es él, eras tú
aquel. Llegué al restaurante con la
determinación de salir unos cuantos minutos a preguntarte. Pensé cómo llegar a saludar, cómo empezar a
cuestionar mis dudas. Y así me
decidí. Me cegó por un momento la luz
que reflejaba el gran marquis cuando salí en tu busca.
Ya no estabas, fui a ver tu
escritorio y tu máquina de escribir, pero no los tenía el cerrajero, ya habías
mandado a recogerlos. Pregunté ¿dónde se
fue el señor? No supo decir nada.
Regresé al restaurante, vi que
el gran marquis ya no estaba tampoco. Le
pregunté al cocinero, ¿dónde está el auto?
Me dijo miralo, ahí está parado por la luz roja, allá en la esquina.
Sin pensarlo dos veces
corrí. Verde, aceleró. Corrí.
El auto dio vuelta por Madero; corrí aquella vez más rápido, tenía que
frenar ese auto a la vuelta, sabía yo que era aquél. Casi al momento de ver al conductor
aceleraste y no pude saber si eras o no, no lo supe, ni por las facciones de
perfil, ni por la vestimenta.
Ese gran marquis que se
estacionaba enfrente ya no lo volví a ver, ni a ti, ni al escritorio. La larga fila terminó. Ahora si te preguntaré. Me miras de nuevo como aquellas veces, digo a
mis adentros. Tomas mi libro. ¿Para quién?
Te digo mi nombre y escribes como en San Antonio, y como ahora: Cordialmente para Humberto, Fuentes, 1990.