lunes, 1 de agosto de 2011

Jacinto y los Ficus

Jacinto se levantaba a las seis de la mañana para barrer con sus recuerdos, de arriba abajo y de izquierda a derecha, las amplias banquetas de su casa, mientras recordaba en los jóvenes que pasaban rumbo al trabajo, la juventud de su casi extinta vida.
Eran unos árboles enormes que cada día bañaban de hojas las banquetas. Se levantaba a diario con su escoba, su recogedor y su bolsa de plástico. Esto no lo hacía sin antes haberse bañado, vestido y desayunado la pieza diaria de pan con café con leche.
Cada mañana mantenía ocupadas sus horas con esta actividad, y le gustaba de ver jóvenes, que según él, pudieron haber sido sus amantes si tuviera algunos años menos.
La soledad la aminoraba con ver muchachos, y no tan muchachos, y se empecinaba en echar a volar la imaginación, aderezándola con los recuerdos de su ya perdida juventud.
Había un joven que en especial le llamaba la atención. Siempre pasaba por sus banquetas rumbo al metro, siempre le quiso hablar, siempre le quiso seducir, pero sólo se conformó con verlo, de frente y de espaldas. Y daba cabida a cada recuerdo, con esa potente imaginación que le daba ilusiones, esperanzas, ganas de vivir. De frente recordaba a quienes había permitido que lo amaran, medía los centímetros, los metros y los kilómetros. Y se imaginaba lo que pudo ser, lo que podría pasar con este joven, y lo que nunca sucedió ni sucederá. Por detrás, recordaba las curvas de la vida, las vueltas que daba, contaba con cuantos y quienes se había acostado aquí y en todo el orbe.
Nunca dejó de barrer las hojas, que eran pocas y verdes en primavera, y en verano eran menos. Pero en otoño, hacía comparaciones entre la cantidad de recuerdos y las hojas amarillentas caídas; y aún en invierno, que casi no había hojas que recoger, se empecinaba en dejar limpias esas banquetas de su memoria.
Una vez a mediados de febrero hubo un ventarrón, y como los ficus eran grandes, arrasaron con el cableado eléctrico, y la colonia quedó sin luz hasta que no fue reparado el servicio.
Al día siguiente vio ese muchacho y quiso hablarle, lo veía con tanto garbo y veía en él toda una vida por vivir que él ya no tenía, una vida con muchas esperanzas, con un futuro que a Jacinto le hubiera encantado llenar, pero no veía más que en sí mismo la vida resuelta. Y las hojas de ese ventarrón le ocuparon más del tiempo que empleaba en recogerlas otros días. Y no le habló.
El muchacho no era ajeno a esto. El pasaba por entre las banquetas sin barrer cuando iba temprano al trabajo, y a veces limpias cuando se le hacía tarde, pero siempre veía a Jacinto que lo miraba.
A medida que pasaron los días, los meses, el muchacho, a veces, esbozaba una sonrisa, un saludo, unos buenos días. Esto era para Jacinto la nota alegre del día, y la imaginación daba rienda suelta con todas las posibilidades, más potente que los recuerdos, y se levantaba con más alegría con la esperanza de ver esa sonrisa, ese saludo, esos buenos días.
A veces no lo veía y esos golpes que la vida le dio, le venían a la cabeza y se ponía a llorar mientras barría. Las veces que lo dejaron, cuando perdió a sus amigos, cuando tuvo que dejar algo, le hacían triste la mañana y por lo tanto todo el día.
Otra vez los ventarrones de febrero hicieron lo suyo, y mal que bien, Jacinto se olvidaba un poco de recordar y recogía esas hojas que a veces le ocupaban más de una bolsa.
Por ese mismo mes, los apagones se hicieron más frecuentes por culpa de los ficus. Jacinto no tenía idea que un día de estos se los iban a podar, casi a mutilar, a dejar desnudos. Así se hizo. El día que estaban podando los árboles, muy de mañana, el joven pasó y se estremeció, se imaginó a Jacinto, a quien veía con la vida resuelta y libre de problemas, sin la necesidad de barrer, de recoger las hojas. El joven se vio a sí mismo por un largo camino que tenía que sortear, mientras se imaginaba a esa persona que barría, sentado en su casa, viendo libre de hojas las banquetas, que no podía tener vida más cómoda que la de ver a la gente pasar.
Pero lo que nunca se imaginó el joven, hasta tiempo después, es que Jacinto, con sus hojas, con sus ficus y sus banquetas enormes, ya no volvería a barrer porque ya no había más tiempo para recuerdos ni imaginación.

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