jueves, 7 de abril de 2011

El Portallaves

Cuando Elósegui vio la nota de despedida del amor de su vida, tomó el auto y fue a la central de autobuses a tratar de detenerlo.
Le era imposible encontrarlo dada la hora que era y lo sabía; sin embargo, no quiso quedarse como un inútil en medio de la sala y decir: ok, la mitad de mi vida se va, y mi otra mitad como si nada.
Quiso tocar a su vecina Susan, pero lo pensó porque no estaba para pláticas. Entró a su departamento, y tras dejar colgadas las llaves en su respectivo lugar, se quedó como un inútil en medio de la sala por más de quince minutos, no daba crédito a lo que había pasado, y mientras se soltaba a llorar se preguntó que iba a ser de su vida de ahora en adelante. En la cocina sacó del refrigerador el galón de helado de chocolate, el cual consumía poco a poco cuando se sentía deprimido.
Las cosas andaban mal entre ellos, pero no creyó que fuera para tanto, y entre más se preguntaba que pudo haber salido mal para que todo terminara, menos sentido le encontraba a la situación. ¿Problemas económicos? Ninguno, cada quien habría podido mantener el departamento sin la ayuda del otro. ¿Acaso ya no se gustaban? Elósegui lo disfrutaba hasta la médula, ¿pero él? No supo responder y se dio cuenta de algo, nadie sabe exactamente lo que pasa en la cabeza de otro, se le podrá conocer hasta en la intimidad, pero habrá secretos que nunca saldrán a la luz.
Miraba la cocina y recordó cuando compraron la vajilla de porcelana para ocho personas, la cual podría compartir, pero ya nunca más con su ahora pareja o ex amante; como si todo fuese de él, pero nadie sabría que tiene su historia.
Se preguntaba que caso tenía saber que entre ambos consiguieron un comedor, en el que la mesa de hierro forjado y base de vidrio estuviese rodeada de ocho sillas de distinto material, estilo y color, y que en su conjunto formaban una unidad. Con cuanto anhelo, poco a poco habían juntado un perfecto comedor que era la envidia de sus amigos.
Ahora le habían arrebatado la mitad de sus recuerdos. ¿Con quien compartir esa otra mitad que Elósegui guardaba, con quien compartir esos recuerdos que no interesaba más que a ellos?
Comprendió que tenía que volver a empezar, y el silencio dominical, con el departamento en tonos naranja que anuncia el crepúsculo le dolió, ya había olvidado que se sentía cuando se encuentra uno en domingo sin saber que hacer, ni con quien, y más que eso no sabía que hacer consigo mismo.
Elósegui escucho un timbre, y la sensación de soledad no le impedía pensar que la compañía de alguien le pudiera ser molesta en ese momento. Dejó pasar unos minutos, pero el timbre seguía, se asomó al ojillo de la puerta y vio que era Susan. Abrió la puerta y la abrazó como si hubiera vuelto el amante.
Susan ya vivía en el edificio cuando Elósegui y su amante ocuparon el departamento de al lado. Ella, esa misma noche, se presentó con un pay de manzana. Había insistido en tocar la puerta, puesto que ella sabía que no habían salido del lugar. Por eso, cuando le abrió Elósegui con la bata descompuesta y al amante entrando al baño desnudo, se abochornó y pidió disculpas, y también les dio el saludo de bienvenida al edificio, y les dijo que era la vecina de al lado. Los invitó a cenar y se comprometió a ayudarlos a decorar el departamento, pues era experta en esos detalles.
Desde el principio se llevó muy bien con Elósegui, al grado de entrar en confianza y de opinar sobre la relación que desde ese entonces no era muy buena.
Es horrible que lo dejen a uno, sollozo, Elósegui. Y ella le dijo, te lo dije, alguna vez tendría que pasar, si me hubieras hecho caso, el trancazo no sería tan fuerte.
El le decía a Susan que sentía desesperado, una desesperación imposible por una existencia en la que ya no le quedaba nada. Le era difícil pensar que alguien quisiera en serio a otra persona en estos tiempos, a excepción de él.
En verdad duele, que bueno que viniste, si no, no se que hubiera hecho, y volvió a soltar el llanto.
Te lo dije, los amores matan, dijo Susan, y se tragó las palabras porque era eso lo que ella siempre quiso, y que nunca ha obtenido. Se quedaron callados, y ella, pensativa, miró el portallaves, ahí estaban las llaves del amante, sabía que no volvería. Pero eso no le interesaba a ella, ella descubrió que en su portallaves, igual al que le regaló a Elósegui en aquella cena que les ofreció, nunca ha habido más llaves que las de ella, y a pesar de haber muchos ganchillos solo ocupaba uno.
Ella que salió del departamento porque la tarde dominical también le afectaba, esa luz del sol opaca que ilumina los muebles, los sillones vacíos y el tv dinner con el plato sucio, el vaso vacío y restos de pan, la impulsaron a salir, como huyendo sin saber a quien recurrir más que a sus amigos que ahora era solo uno. También ella estaba sola, a su manera y por su propia decisión, pero le dolía.
Ella dijo:
-Nunca he compartido el portallaves. Siempre ha sido así, desde que me mudé al edificio.
Tu vida a ha sido un cúmulo de amantes desechables -decía Elósegui-, uno tras otro.
Susan veía en Elósegui un alma a rastras, y no comprendía como alguien pudiese caer destrozado por alguien que se va.
Elósegui veía en Susan que estaba destrozada por alguien que nunca había venido. Se descubrieron a sí mismos un hombre solo y una mujer sola, y se empezaron a besar.

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